Lluvias

* Lluvias fue uno de los cuentos seleccionados para formar parte de la III Antología de Escritoras Mexicanas, publicada en 2020. Si quieres saber más sobre el cuento puedes leer la entrevista a la autora.

Gabriela Delgadillo Guevara   tw: @gadguevara

—Así pasa, con las lluvias todo sale de la tierra: el maíz, las habas, las hormigas, la hierba mala, todo se alza… hasta los muertos. Cuando no les cayó bien la tierra encima como que no descansan, el agua los aviva y se levantan.

—¿Pero tantos? Ni que ya no se supiera enterrar. Y luego por allá, tan lejos.

—El monte guarda sus secretos. Hace tiempo que nadie entiende lo que se le oye de noche.

Arnulfo no creía las cosas que por entonces comenzaron a hablarse en el pueblo. Cada vez que contaban historias por la iglesia o en la plaza, se alejaba con una sonrisa indulgente, moviendo la cabeza de un lado para otro. “Son tonterías, la gente es bien ociosa, se pone a inventar y tú ahí andas creyendo e importunando a los santos”, le dijo a Leonora, mientras disolvía el café en el agua de canela hirviendo; así les gustaba tomarlo cuando caía la helada. Esa madrugada sólo había humedad pero el cuerpo se le quedó frío desde la noche anterior cuando entró a la casa: todo estaba en penumbra, se tropezó con la caja de cirios y le llegó el rumor agudo de los cantos fúnebres, como un lamento distante que se colaba desde el campo a través de los muros de la vieja cocina de adobe.
La casa de Leonora y Arnulfo alcanzaba apenas el lindero del pueblo. Hasta ahí llegaban las parcelas y la terracería. Más allá nada más había monte. Por la entrada, donde estaba el granero y el cuartucho de la leña, llegaba algo del pobre bullicio de ese “pueblo de viejos”, como solía llamarlo Arnulfo, las campanadas de la iglesia y los ladridos de unos perros flacos, que anunciaban la combi a Santa Hilaria. Al fondo de la finca, donde tenían su cuarto y el fogón, lo único que se oía era el viento silbando por las juntas de las ventanas o sonajeando las espigas del trigo maduro. Algunas veces, si se entregaban a la soledad, el aire fresco les traía también los murmullos del cerro. Por eso, de tantos silencios del campo, la voz en falsete se le metió a Arnulfo por los poros y le enchinó el pellejo. Se fue a parar a la puerta trasera y miró hacia el horizonte negro. Era luna nueva, las nubes estaban cargadas y apagaban las luces del cielo. Al final del largo terreno de la finca, que antes fuera un huerto y para entonces era sólo un patio de tierra, un fulgor diminuto titilaba como una estrella débil que se hubiera caído y estuviera a punto de perecer ahí, frente a Leonora. Allá estaba su menuda figura, que a esa distancia parecía aún más pequeña, como de niña, con su rebozo cubriéndola desde la cabeza, sentada sobre los talones y cantando quejas ante la vela encendida, en el altar que ella misma levantó con tabiques rotos y maderas húmedas.
Casi era la media noche cuando entró a la casa y el marido le reprochó el susto: “Para la otra, si vas a rezar, lo haces adentro”. Ella estaba pálida y seria. En el momento no contestó. Se quitó el chal, limpió con una vara el lodo de los zapatos, se cambió la ropa y, antes de echarse las cobijas encima, le dijo bajito, como en secreto: “Si quieres vivir con los difuntos, mañana les rezo en la casa”. Leonora había salido en la mañana para agarrar chinicuiles. El cielo escampó y era tiempo de gusanos. De tantos que había se encandiló y de maguey en maguey el sol del ocaso la sorprendió en el cerro. Estaba clavada entre dos pencas cuando escuchó los crujidos de la hierba espesa. El corazón se le subió a la garganta y pensó en los coyotes hambrientos con los que la espantaban de niña, pero antes de que siguiera pensando en animales del monte, vio salir de entre los matorrales algo que parecía un hombre: medio con carne, medio en huesos, sin zapatos, la ropa hecha harapos mugrosos de barro y sangre seca, los ojos blanquecinos desorbitados, en el gesto del horror ante la mala muerte. Del espanto se le cayó el machete y no pudo sino quedarse quieta orando en silencio, mientras que, tambaleándose y luego a rastras, eso que parecía un hombre, continuaba su extravío.
El vapor del café suavizó los humores. Arnulfo sopeaba un pedazo de pan y Leonora calentaba sus manos rodeando la taza de barro. “Ahora yo fui la que miré… Yo creo que les falta luz y no han de tener ni quien les haga un rezo, por eso andan penando”. El marido permaneció en silencio. Parecía observar las gotas temblorosas del rocío en el cristal de la ventana, sucumbiendo una a una a los primeros rayos tibios del amanecer. Después de un rato y sin decir una palabra, siguió saboreando su bolillo. A él nunca le gustó discutir, y menos con Leonora. Aunque parecía de genio fuerte su carácter era más bien manso y se las ingeniaba para evitar peleas.
Fotografía: Archivo familiar Delgadillo Guevara
Ella persistió en ofrendar velas a los difuntos del cerro. Arnulfo ya no la contrariaba, incluso le hizo bien de adobe la ermita al otro lado de la cerca. Y en realidad no es que creyera nada. Con todo y sus modos secos, la amaba profundamente. Así que cuando en otoño a ella le vino la enfermedad que la fue consumiendo de a poco, a él se le opacaron los ojos pardos y la tristeza se le instaló en los pliegues del rostro. Entonces la procuró devotamente. Antes del alba cargaba la mula y se iba a trabajar la parcela. Durante el día y la noche hacía los atoles y las sopas, se iba a cortar las hierbas para los remedios, velaba su sueño agitado. Cada jornada de aquel penoso tiempo encendió los cirios de la ermita, hasta la noche de helada en que el corazón cansado de Leonora dejo de latir.

Después del novenario se le dejó de ver por el pueblo. ¡Pobre hombre! Nomás ha de estar esperando que lo recojan también. El padre pregunta por él y ahí anda recomendando que se le de una vueltita. Yo le digo: es que no se deja, padre. De veras que no falta quien le acerque un taco, y eso que está retiradito. Casi nunca abre la puerta. Se excusa diciendo que los cuartos están bien metidos: no Carmelita, es que allá adentro nomás oigo al monte, que quién sabe qué tanto se queja, así dice. Sí agradece, pero no le gusta recibir nada. Un día fueron con el pretexto de pedirle la cooperación para la iglesia y como no abría, nomás así entraron. Dicen que la casa olía a canela y lo encontraron tomando café, sentado a la mesa, como ido, viendo el fogón. De ahí ya siempre le ponía tranca a la puerta. Pasó harto tiempo sin que se supiera de él. Apenas ahora en aguas se le volvió a mirar. Según ya van varias veces que lo divisan en la madrugada, tres, cuatro de la mañana, vuelta y vuelta, allá re bien lejos, como camino al panteón. Dicen que ya no está en razón. Y pues cómo no, la tristeza lo vuelve a uno loco.

Desde junio las lluvias no dieron tregua. Hicieron crecer los jagüeyes y la milpa. En el patio, la maleza subió tanto que apenas y se veía la cerca. Hacía más de dos años que Arnulfo no removía la hierba. Echó de menos el consuelo de perderse en la inmensa vista de la campiña coronada por la silueta de las colinas. Así que, aún cuando el terreno era grande y sus fuerzas no eran las de antes, fue por la hoz para cortar las matas. Al quinto día ya casi había terminado. Andaba arrancando las ortigas enanas cuando sintió que caminaba sobre un bulto. Se puso a tentar el suelo y a mirar a los costados. Atrás de donde había pisado vio que sobresalía un hueso. Retrocedió de un salto. En seguida se acordó de los perros que a veces no tienen donde morir. Cuando era chico seguido encontraba esqueletos en las parcelas y jugaba con sus hermanos a ponerse sobre la cabeza la calavera de un toro o un caballo. “Fue hace tanto tiempo, y un hueso es un hueso y le recuerda a uno que por ahí anda la que nos va a llevar a todos”. Así se iba diciendo cuando metió el palo por un costado del chipote, que era más bien una piedra, fue eso lo que creyó porque estaba duro, pero pronto vio el blanco que se iba descubriendo y, al mismo tiempo que aparecían las cuencas donde antes hubo ojos, el pecho se le fue estremeciendo: era un cráneo humano. Se quedó un rato viendo los restos sobre el barro y sintió una pena grande. “¿Qué haces acá amigo?, los animalitos como sea, donde los alcanza la parca, ¿pero uno?”. Siguió moviendo el lodo con el palo y se fueron asomando de la tierra hueso tras hueso, chiquitos y más grandes. Y a una osamenta siguió otra y luego otra, que fue sacando con parsimonia pero sin descanso hasta el anochecer.
Una temporada se la pasó frente al fogón alimentando esperanzas con el aroma a canela. Cuando al fin un día el cielo se abrió la resolana lo empujó hacia el patio. La hierba estaba apenas crecida, no había más que calma. Eso parecía. Al escudriñar la superficie, la cresta pálida de una mandíbula acabó con su sosiego. Unos días más tarde, lo mismo, aunque ahora era un fémur salido el que indicaba donde rascar. En esa ocasión, después de juntar las partes de unas costillas rotas, caminó hacia la ermita, miró la imagen de San Pedro y le habló: “¿y ahora, por qué esta cosecha?”. Prendió un cirio para las ánimas del cerro y otro para las ánimas de la finca. “Al que no cree, ya luego le toca creer. Te digo que de ahí del cerro andan saliendo y bajan. Piden la tierra del campo santo”, le vinieron como ecos las palabras de Leonora. “Ay mujer, en qué compromisos me andas metiendo”, dijo con voz templada, mirando el campo cubierto de nubes prietas.
Fotografía: Gabriela Delgadillo Guevara IG @ojoenfuga
Desde un principio escogió el lugar en el que había más arbustos, donde se disimulaba mejor la tierra revuelta. Para entonces había ocupado casi toda esa parte del cementerio. Aunque evitaba pensar en lo venidero, sí le preocupaba dónde los iba a enterrar si seguían saliendo. Ahuyentó las cavilaciones y comenzó a escarbar la arena. Al acomodar los huesos en la fosa, como ya era el ritual, se recargó con los dos brazos en la pala y le habló al difunto: “compadrito, comadrita, aquí vas a descansar lindo, esta es la tierra buena”. Le puso un manojo de margaritas, echó a palazos el terregal encima y emparejó el suelo. Se puso a mirar la luna casi llena en lo que recuperaba el aliento. Los gallos lo sacaron del letargo, y ya se alistaba para regresar a la finca cuando de pronto una embestida le sacudió con violencia la cabeza. No vio nada y poco sintió. Una mancha negra lo fue llenado desde los ojos y lentamente le fue adormeciendo la conciencia. Alcanzó a oír unos cohetones como de fiesta, después pura calma. Leonora, ya lo esperaba.

Don Rigo fue el que luego luego avisó, ya ve que ese anda de pastor cuando todavía ni amanece. Lo encontraron acostado en el fondo de la fosa, como ya sólo esperando la tierra. Dicen que tenía el semblante tranquilo de quien se duerme en el campo arrullado por los trigales y hasta parecía que nomás se estaba echando una siesta. Pero no padrecito: el lunar rojo que apenas y le habían visto, ahí mero llegando, le fue creciendo hasta empaparle todo el pecho.

No Comments

Post A Comment