Salvadas por el arte

Relatos del arte como resistencia

en la comunidad migrante

Imagen destacada: Fotografía «Nadie es ilegal» de Johan Berna @qapuna.fotobordados

Juan Manuel Hermosillo Lara
juan-manuel-lara@politicas.unam.mx 
IG: @maxxlara_ 
 
Mucho se ha escrito sobre la migración. Mucho sobre el duro proceso de migrar, sobre las condiciones y los riesgos, el miedo y la incertidumbre. En el ámbito de la discusión teórica en torno a la migración se ha hecho un esfuerzo contundente para generar tipologías y responder interrogantes alrededor del tema. 
 
Las cifras en cuestión migratoria han crecido exponencialmente en los últimos años, especialmente en América Latina. Argentina es central en este tema, recibiendo personas de Paraguay, República Dominicana, Venezuela, Chile, Bolivia… Diversos países, distintas culturas y miles de historias. 
 
En este escrito se pretende poner nombre a dos de esas historias, profundizando en el arte como mecanismo de resistencia y expresión de la identidad. Para ello, se incorporan las experiencias articuladas de Ana Isabel Orozco (@salvadaporelarte, @artistasmigrantes) y Leticia Sánchez Garris (@leasterisco @afrohunting), artistas latinoamericanas que coinciden en Buenos Aires. 
 
Agradezco ampliamente a Leticia y Ana por abrirme las puertas de su pasado y su presente, para compartir su proceso migratorio y el papel que el arte ha jugado en sus vidas. 
 
 
1. El proceso migratorio: al subir al avión, era otra persona 
 
Leticia dejó República Dominicana a los 22 años, con la oportunidad de estudiar en una de las universidad más prestigiosas de Buenos Aires. El plan inicial era quedarse por dos años, pero el sueño de continuar el viaje la convenció de permanecer. Al subir al avión, Leticia sabía que ya era otra persona:
Migrar te da otra identidad. Tomar la decisión de dejar tu nido, tu seguridad, tu estabilidad, tu familia, tu comida, tu clima, son un montón de cosas que están dentro de una. Ya arriba del avión te conviertes en otra persona, porque eres alguien que decidió dejar su país para comenzar una nueva vida. Cuando llegas al aeropuerto, ahí te caen un montón de realidades. Yo vine con mi mamá, había alquilado un departamento, contratamos un taxi… Estaba bendecida. Pero dos mujeres dominicanas llegando a Buenos Aires, ¿qué pasa?, pasa una experiencia que me ha pasado en el 90% de mis viajes, y he viajado bastante porque trabajé en turismo: «bueno, ¿de dónde son? ¿qué vienen a hacer acá? ¿por cuánto tiempo van a estar? Espérenme aquí de ladito, vamos a atender a todas las personas de la fila, ustedes vayan a esa habitación que ahí les van a hacer unas preguntas…». Nos dijeron que vienen muchas dominicanas a hacer ‘cosas’ acá, entonces hay que chequear. Fácil estuvimos una hora y media en un cuarto esperando a que ellos decidieran dejarnos pasar.
Buenos Aires es la ciudad protagonista para Leticia y Ana, quien tampoco tenía planes de migrar. En 2017, tras casi ocho años de trabajo y una vinculación estrecha con galerías, museos y con la comunidad de artistas en Venezuela, surgió la oportunidad de presentarse como ponente en la Universidad de Palermo. Ana viajó con la idea de permanecer un mes fuera, pero la situación política y social en Venezuela jugó un papel importante en la decisión de quedarse.
Cuando vine a Buenos Aires en agosto de 2017, en Venezuela se estaban haciendo unas elecciones de la Asamblea Nacional donde ganó el chavismo. En ese momento se dieron varios momento álgidos y se fue haciendo más pesado, todo el mundo decía: «váyanse». Yo ya estaba afuera, y me dije: «aprovecha», pero no lo veía posible porque no estaba preparada. Tenía todo en Venezuela, mi empresa y mi familia… Muchas veces estando ahí quise migrar por temas como hacer filas por comida, que se te vaya la luz, el agua, la inseguridad. Yo en Venezuela vivía en casa de mis papás, estaba cómoda financieramente y tenía un negocio medianamente conocido. Estaba bien, pero las necesidades básicas no eran cumplidas y de verdad que eso me quitaba vida… Muchas veces tenía esa disyuntiva, pero entonces reflexionaba: «y si me voy… ¿quién se queda trabajando?».
Los pequeños detalles se aprecian más a la distancia, cuando no es tan fácil conseguirlos: el camino a casa, la arena sobre los pies y la fruta de mercado. El clima… el clima se extraña cuando dejas tu hogar. Ir de un país caribeño a uno con estaciones implica una transformación completa en la forma de percibir el mundo: “el clima nos cambia”, dice Ana. Y sí, el clima se extraña, y se extraña la comida, las personas y las sonrisas.
Fotografía "El mundo patas pa arriba" de Pich Urdaneta @pichurdaneta
 
2. El duelo 
 
Desde la psicología, el proceso de adaptación que las personas migrantes enfrentan en sus nuevos territorios se ha denominado duelo migrante; un esfuerzo por integrarse a la nueva vida sin soltar los orígenes, manteniendo cerca del corazón a las personas que se encuentran lejos del cuerpo; cuando un acontecimiento rompe con ese vínculo, la migración pesa un poco más. Ana debía regresar a Venezuela a inicios de septiembre, pero su madre la motivó a quedarse.
Una semana antes del regreso, mi mamá me llamó y me contó que la situación en Venezuela estaba peor; me dijo que lo intentara, que probara unos meses. Mi mamá era diabética, se inyectaba insulina. Cuando ella me dijo que me quedara en Buenos Aires, me liberé; si ella me da el okey, yo lo intento. Pregunté a los amigos con quienes me estaba quedando si me podían hospedar un tiempo más; dijeron que sí, y ahí surgió la oportunidad, ahí empieza realmente mi vida migrante. A los meses caí en cuenta de que ahora este era mi lugar. 

 

Mi pasaje de regreso era para el 4 de septiembre, yo cumplo el 19. A mi mamá le dio un ataque; no sé si le bajó o subió la insulina, pero murió al día siguiente de mi cumpleaños… y yo no pude volver a Venezuela. No he podido volver en estos cuatro años, y ahí es cuando todo se complica. Vinieron muchos meses de shock: el fallecimiento de mi mamá, el ser migrante, cuestiones de pareja, conseguir un trabajo, conseguir donde vivir, los papeles legales para permanecer en el país. No tenía cita, no tenía dinero, eran muchas cosas que se juntaron en ese momento, y fue muy difícil.
El proceso se vuelve más duro, y nuevos sentimientos se encuentran. La estigmatización aparece. El rechazo a los periodos prolongados de permanencia y a las formas no cotidianas, a lo que incomoda y no es para el gozo. Leticia se sintió bienvenida y aceptada en Buenos Aires, aunque siempre extranjera, porque no es un cartel que una quiera colgarse en el cuello ni pintarse en la frente con pintura color carmesí, pero está ahí, cuando te disgustas y disgustas, cuando necesitas solicitar un documento para viajar, para trabajar, para que tu familia pueda verte, para vivir.
La gente tiene la fantasía con Dominicana, con la isla, el Caribe, todo bonito. Ahí entran un montón de estereotipos y toca educar en cuanto a este tema; el hecho de que sea dominicana no significa que bailo merengue o siempre estoy contenta. Pero hay una línea muy fina: si esta todo bien, pues está bien, pero algo se puede poner un poquito mal y al toque sale: «negra de mierda». Y ahí es donde surge todo: no estás en tu lugar, no perteneces aquí, la cultura es distinta. Cuando se cruza la línea mínima, se pasa del «te recibimos, buena onda con todo mundo» al «bueno, andate. Si no eres de aquí, total». 
 
Cuando empecé a hacer el tema de la residencia, tenía un turno para ir a migraciones a hacer el trámite: 7:00 a.m., pleno invierno, y era por orden de llegada. Yo llegué como a las 4:00 a.m.. Hacía frío, estaba lloviznando, al aire libre y en pleno Retiro, que no es una zona muy agradable de por acá. Ahí es donde yo dije: «wow, soy migrante en serio», ahí es donde a uno le cae la ficha. Cuando tú sales y la gente: «¡Me encanta tu pelo! ¡Me encanta tu piel! ¡Sos divina!», pero en la hora de la verdad, cuando yo necesito un simple documento para poder trabajar, tuve que clavarme esa experiencia que fue muy fuerte.
 
Iba sola, tomé un colectivo, llegué… No fue tan grave, aunque fue grave. Pero había familias ahí con niños pasando la misma situación que yo: 4:00 a.m., invierno, lloviznando y en Retiro. Y éramos muchísimos, era una fila enorme. Obviamente una persona de Estados Unidos, un inglés o un español no viven estas experiencias, estas son cierto tipo de migraciones. Estábamos senegalés, dominicanos, haitianos, había un chico de Guatemala; no europeos, no americanos, todos los demás estamos jodidos aquí. 
 
Fue una experiencia muy fuerte, pero al mismo tiempo, cuando salí ya estaba saliendo el sol. Los cielos en Buenos Aires son increíbles, y la ciudad es muy bonita. Salí triste, por un lado. Estaba desencantada y pensando: «esto es muy difícil y fuerte». Pero al ver la ciudad, me paré en una esquina y le compré algo a un senegalés que estaba vendiendo ahí. Me puse a charlar con él, todo buena onda. En la verdulería de mi casa le compré algo a un peruano, charlé con él, le conté la experiencia y me dijo que sí, que le pasó lo mismo. Salí de ahí como: «bueno, okey, esto es una mierda, pero ¿qué vamos a hacer?» y yo lo afronté con buena onda. Con una sonrisa le cambio la vida a alguien, y ese alguien me la cambia a mí.
Es aquí donde el arte surge. Los recuerdos de la infancia, la vista de los gigantes edificios en Nueva York o la Cámara de cromosaturación de Carlos Cruz-Diez. El arte no nace, pero se resignifica como resistencia, refugio y vínculo con otras personas que dejaron sus hogares, sus familias, sus cocinas y sus ingredientes, su clima y un millón de cosas más. El arte salva.
Fotografía "Corazón re-partido" de Miren Hernández Ormaeche
@hernandezmiren
 
3. Arte como resistencia: salvadas por el arte 
 
Ana recuerda sus primeros acercamientos a las pinturas y las galerías: cuando era pequeña visitó, en compañía de su padre, un salón nacional de arte en Venezuela y quedó impresionada. El arte, desde entonces, ha significado un refugio.
Estaba en un estado de loop: tengo que trabajar, tengo que trabajar y tengo que vivir. En 2019 sentí que estaba en la fosa. No quería llegar a casa, me sentía incómoda, todo estaba mal, no me gustaba donde trabajaba, no me gustaba donde vivía, no había lugar en mi entorno que me hiciera sentir bien. El arte me ayudaba muchísimo: siempre encontraba algo para ir a visitar o conocer. La terapia me ayudó a canalizar lo que estaba sintiendo para poder aprovechar mi experiencia y ayudarme con el arte.
Así, tras diversas experiencias complicadas, sentimientos nuevos y no tan nuevos, el arte constituye un escape para ambos mundos. Entre la casualidad y el destino, Ana comienza su proyecto Salvada por el arte como representación de su propia experiencia. Porque pese a que todo pudiera tornarse deplorable, siempre había espacio para el arte. 
 
Se escriben cuentos, se hacen pinturas, se toman fotografías… canciones se han compuesto sobre personas que dejan atrás sus orígenes y cruzan los límites territoriales. Mucho sobre ellas y ellos, mirándoles con lupa, pero poco con ellos, acompañando de la mano. Ana quiere ser el puente entre muchos otros artistas que han tenido que migrar, y el resto de personas que miramos con atención.
Desde 2019 comencé a ser voluntaria en el Museo Nacional de Arte Decorativo, donde asistí todos los sábados durante tres meses. Viviendo esta vida escasa, con poco dinero, siempre había un espacio para el arte; al finalizar el trabajo o en los fines de semana, iba a espacios culturales. Siempre me mantuve ahí, y eso, a mi parecer, es lo que me salva. En 2020, unas semanas antes de la pandemia, comencé [a trabajar] en una galería en Caminito, un lugar muy popular. Con la pandemia eso fue lo primero que se cerró… 
 
La persona encargada me apoyó durante meses pagándome sin yo ir a trabajar, cosa que agradezco mucho… Pero estaba encerrada. En casa decidí crear Salvada por el arte. La motivación personal de esta cuenta es que a mí el arte me salvó en muchos momentos; desde chiquita, mi papá me llevaba a museos y yo estaba muy conectada con el arte, pero también en momentos difíciles, me daba un espaldarazo. Eso es lo que yo quiero reflejar: compartir artistas, que la gente vea que está aquí, que el arte es para todos. Romper con la idea de que el arte es elitista, porque cuando menos tienes es cuando más necesitas de él. 
 
En agosto de 2020 cree la cuenta Artistas migrantes. Esto surge de pensar en todo lo que estaba viviendo, que no me pude reinsertar en el mercado laboral como yo quería en un principio. Si eso me pasaba a mí, le debía estar pasando a otras personas. Estuve conectando con muchas personas venezolanas que yo conocía, que emigraron a otros lugares, con quienes había desconectado. La pandemia hizo que volviéramos a hablar. Me di cuenta de que estábamos en la misma situación: estaban en trabajos que no les gustaban, trabajos precarios, contaban con poco tiempo, pero aun así seguían creando. Había quienes tenían más éxito, pero todos compartíamos el proceso migratorio. A mí me gusta ser el intermedio entre el espectador y el artista, llevar el mensaje que el artista no puede decir.”
A través de Artistas migrantes, Ana conecta y reconecta. Encuentra amistades antañas y nuevas personas; una de ellas es Leticia.
 
Leticia, más que artista, se considera una investigadora. La carrera de publicidad parecía la alternativa más viable para quienes pretendían entrar en el mundo del arte, pero querían cumplir las expectativas de sus padres. Pero a Leticia le interesan las historias, los relatos de la infancia, ¿quiénes son las personas?, ¿cómo llegaron aquí?, ¿cómo viven aquí? Caminar, conocer, hablar con la gente y conseguir una sonrisa… pero también estar en casa y no pasar frío nunca; vivir los dos mundos, la mezcla de la vida que tenía y la vida que ahora tiene. Para ella, “quien crea arte se basa en la infancia, en la añoranza, en sus raíces… Y es hermoso”.
 
La fotografía es su motor del ahora. Pero la fotografía es un autorretrato de quien la toma, de lo que quiere y lo que es. En su caso, recuerda las revistas en la peluquería, de niña, mientras le alisaban el pelo; ninguno como el de ella.
En Buenos Aires soy muy llamativa, porque soy una persona distinta a lo que se ve normalmente. Yo me pongo una campera naranja con un turbante verde, eso es lo que yo quiero mostrar en mis fotos porque eso es lo que yo quería ver. En mi trabajo yo quiero que se vea Latinoamérica, África, la tierra, los colores, las personas, la esencia de las personas. Y así es como trabajo, me voy a curar de la vida mostrando las cosas que a mí me gusta ver.
Fotografías de Leticia Sánchez Garris
@leasterisco @afrohunting
 
Ese recuerdo se transporta al presente. Trabajaba para el Estado, pero también tomaba fotografías con su celular; tenía una licenciatura en publicidad, y hacía collares. Siempre había que hacer algo más, siempre había espacio para el arte.
Hubo un momento donde pausé, no hice nada, y entonces me dije: «okey, quiero un trabajo, necesito subir de posición, necesito plata». Dejé de crear y me metí full en el trabajo. Pero nada, por experiencia, el trabajo en el Estado es así, si no tienes contactos o relación con alguien, no hay chance. Entonces vino la pandemia y con ella la crisis existencial. Sabía que tenía que hacer algo y me compré mi tercer cámara. Quería una cámara pequeña que pudiera llevar en el bolsillo para tomar las fotos cuando quisiera. Me fui a Nigeria, hice todo en automático y fui aprendiendo con tutoriales. También tenía una cámara de rollo, que esa es mi verdadera terapia.
 
Cuando volví en marzo a Argentina, ya usaba el manual. Pero me gustaba más la cámara de rollo, cuidaba más las fotos porque revelarlas era caro y complicado. Tomé fotos, fui a revelarlas y en ese momento me di cuenta: esto es lo que quiero hacer toda la vida, estas son el tipo de fotos que quiero hacer.
El arte salva. Salva cuando se tiene que dejar todo y cambiarse de país, cuando no parece que existan historias similares y la soledad de la migración te abraza; pero es una ilusión. Los relatos de Ana y Leticia muestran que, pese a toda circunstancia, siempre hay un espacio para el arte, y ellas adoptan la labor de hacerlo llegar a otros rincones y a otros seres que encuentran similitud en su experiencia y sus sentires.

 

Miles de personas migran cada día. La Organización Internacional para las Migraciones estima que, en junio de 2019, el total de población migrante en el mundo equivalía a 272 millones de personas, incrementando 51 millones en los últimos nueve años. El arte representa una herramienta de resistencia y resiliencia para parte de la comunidad migrante. En palabras de ellas, se trata de una forma de expresión absoluta y libre de pensamiento, lo que hacemos con nuestras vivencias y experiencias; todos y todas somos artistas de nuestras vidas.
 
Retomo el párrafo con el que inicié esta reflexión: mucho se ha escrito sobre la migración. Mucho sobre el duro proceso de migrar, sobre las condiciones y los riesgos, el miedo y la incertidumbre. Sin embargo, más allá de reflejar su trayecto y sus procesos desde la mirada crítica, dispersa y lejana, busquemos la oportunidad de compartir sus experiencias y sus muy valiosas historias.

 

Ana y Leticia: mi completo agradecimiento y admiración. 
Fotografía "La coincidencia no usa rímel" de Valentina María 
@mequedemirando En la imagen: Ana Isabel Orozco.

* Juan Manuel Hermosillo Lara es tesista de la licenciatura en Sociología, en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado como asistente de investigación y docencia en temas de análisis de la política educativa, infancia y educación. Sus temas de interés se centran en educación, infancia, migración y derechos humanos.

1 Comment
  • Paola Cristo-González Hernández
    Posted at 06:53h, 02 noviembre Responder

    Este artículo me hizo pensar mucho en cómo el recrear nos puede ayudar a recrearnos.
    Qué bonito aporte. Me gusta que comparte formas de resistir y sobrevivir ante las adversidades de ser migrante en condiciones de no privilegio.

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